En círculos - Michelle Bercoff


En círculos

Domingo 5 de Febrero, 9.23: Cuando el viento es cálido y denso me hace sentir mareada, sobre todo en las alturas. Calles de tierra, techos bajos y mucho silencio desparramándose, escondiéndose atrás de alguna sierra. El Sol me quema mientras siento arena caliente entrándome en la zapatilla (rota) y me culpo porque nunca aprendo a ser minimalista cuando armo la mochila.
No tiene sentido apurarme porque apurarse siempre cansa y me acuerdo que para Elvira era todo lo contrario, hacía ya doce años que le era costumbre aguantarse los eneros al mediodía y me imaginé esos mechones de pelo negro pegándole latigazos en la cara.
Lo
único desprolijo de Elvira eran las manos. De día paseábamos y yo la veía dar pisadas ansiosas mientras se armaba un tabaco (mal), no era distraída, lo que pasa es que su cabeza estaba en muchos lugares a la vez. Pasé por el árbol en el que siempre nos trepábamos a eso de las siete y media de la tarde, seguí las indicaciones del señor del almacén y me encaminé hasta la estación de servicio.
Por momentos mis recuerdos con ella se convierten en fragmentos acelerados y mal compaginados.  Pies descalzos y ensuciados por pisos de hosteles baratos, el ruido de anécdotas repetidas y de contar monedas, noches en hamacas paraguayas (usadas sin permiso) y dar besos a desconocidos a cambio de alcohol porque era fin de mes.
A veces tomaba registro de que estar con ella me producía euforia. Pero ser Elvira tenía que ser otra cosa, algo parecido a hacer la plancha en una pileta, con el cuerpo flojo, flotando. Me gustaba prenderme un pucho y escucharla hablar de hombres. Lo que ella llamaba amor consistía en un historial decadente de cuasi amantes y tipos de mierda, con mucha plata o solamente con plata para el vino, varios que la llevaron a los excesos (me decía que de eso no quería hablar) y a dormir borracha en comisarías.
Yo me río mientras siento que Elvira siempre pudo leerme. A veces percibía una especie de complicidad entre las dos, después me daba cuenta de que yo era la que escuchaba. Un día que hubo más confianza me animé a preguntarle por Ciro. Sus manos nunca estuvieron tan inquietas. Incómodas. Me callé y escuché, porque sabía muy de cerca lo que eran los excesos. 
Después de esa noche nos sentí más intenso, nos juntábamos en la terraza de los hosteles a fumar, entonces yo le contaba sobre todos los chicos del hotel que quería cogerme y ella los criticaba a todos, a veces sin argumentos.
Anteanoche salí de Buenos Aires con la certeza de que esto era una locura pero había algo que me seguía empujando y no podía definir bien qué. 10.45. Llegué a la estación de servicio, me mojé la nuca y las muñecas y el agua estaba helada; abrí mi mapa, llamé al hostel. Ya voy por el cuarto, me quedarían seis más, si me alcanza la plata. Me acuerdo de la vuelta en micro y el aire acondicionado roto, la gente abanicándose con revistas y el vacío post-viaje que sentí en Retiro. Pasar de estar seis meses en Córdoba al caos porteño y mi trabajo nuevo de mesera me costó varias sesiones más de terapia, que a su vez me costaron más horas extra en el bar. Lloré un poco frente al espejo, me acomodé el delantal, le pedí a mi jefa salir más temprano. Ya era Abril y me venía sintiendo un poco menos desordenada en la ciudad cuando me llamaron del tercer hostel, el de Mina Clavero, mientras servía el café y medialunas quemadas. 
La encontraron tirada en el baño, con la aguja en una de las manos. 
Compré puchos y un sánguche de jamón y queso que sabía que no iba a comer. Conté billetes de dos pesos, me puse la mochila y me largué a llorar mientras caminaba y le echaba la culpa a sus manos, respirando hondo, intentando mantener el cuerpo más flojo. Seguí caminando, intentando flotar.

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